Creado por V.N.C integrante del taller de habilidades FUERZA FELINA
–Capítulo 1–
"La rutina y la vigilancia"
Él era un hombre adulto, peculiar y extraño, apegado a lo familiar. Se rehusó a decirnos su nombre, edad, ocupación, y hasta su restaurante favorito; pues entregar esa información significaba "Regalarse, quedar muy vulnerable y arriesgarme a que sepan dónde voy."— sus propias palabras. Vivía solo, ni un alma en su hogar aparte de la suya, y así fue desde que llegó a residir en tal casucha. Se sentaba a tomar el café del desayuno todos los días a las 6:38 de la mañana, el agua a 57°C, 2 cucharaditas y media de café instantáneo, ese café instantáneo de la misma marca que había consumido toda su vida. 3 cucharaditas de azúcar granulada, la misma marca que compraba su madre, pues las otras no sabían igual. Revolvía la bebida caliente 17 veces en el sentido del reloj antes de tomar la taza con su mano izquierda y beber un poco, después untaba su rebanada de pan tostado con mermelada en la bebida y tomaba un mordisco. Beber, untar, morder, repetir. Los mismos pasos, cada día, de cada mes, de cada año. Se vestía de la misma manera todos los días, su closet estaba repleto con los mismos atuendos, esa camisa azul claro, los pantalones azul marino, de vez en cuando la chaqueta a juego, con los zapatos, esos zapatos cafés que había reemplazado solo dos veces, comprando el mismo modelo en las dos ocasiones. Para invierno usaba la misma vieja bufanda, se rehusaba a cambiarla, pues una nueva no sería igual y las cosas que no se mantienen igual no valen la pena para ese sujeto.
Un día, aunque no como cualquier otro, nuestro sujeto caminaba a casa, frustrado e incluso indignado porque el metro que tomaba todos los días se había atrasado 43.6 segundos (cronometrados); eso suponía un giro devastador en su rutina, ahora tendría 43.6 segundos menos para poder completar sus rituales al llegar a casa, 43.6 segundos menos para quitarse los zapatos, la ropa, bañarse, cenar, lavarse los dientes, la cara, e irse a dormir a las 9:45 por la noche. Eso lo irritaba, sus dedos se retorcían como mecanismo que no funciona y su ojo derecho tiritaba, pero nuestro sujeto lo oculta: pues el resto de personas no pueden enterarse. Nadie puede, nadie puede ni debe saber que él está ahí, que él existe. Nuestro sujeto respiró profundamente y se puso a contar en su cabeza. El número de ventanas en los edificios, de tablas de madera en las bancas, de ángulos rectos en la vereda, números primos, la secuencia de Fibonacci, creo que entiendes mi punto. Contar lo calmaba, estar consciente de los números a su alrededor era tranquilizante. De vez en cuando se daba cuenta que estaba caminando de puntillas, y se forzaba a caminar con un pie plano para pasar desapercibido. Cada 3 semanas, los días Sábado por el mediodía, el hombre se sentaba en el lado derecho de su sillón y veía por enésima vez la misma película. Su película favorita desde la niñez, disfrutando el filme como si fuera la primera vez mientras toma de la misma marca de jugo y come la misma marca de galletitas de vainilla que siempre había disfrutado.
De vez en cuando llamaba su madre, la mujer que le había dado la vida y a veces sentía que se la quitaría; pues ella era lo contrario a su hijo, una señora despreocupada, olvidadiza, relajada y calmada. Mientras su hijo había pasado 4 horas planeando acorde para un evento que ocurriría dentro de un mes, la mujer estaba tomando una siesta, confiando en que despertaría naturalmente antes de un compromiso con suficiente tiempo para arreglarse. Eso irritaba al hombre, pero aún así amaba a su madre, aunque los conceptos de amor, odio, amistad, y otras emociones en general siempre habían sido confusas para él; lo que sabe lo aprendió observando, preguntando, analizando e imitando.
Este exótico fenómeno al que llamamos hombre tenía muchos miedos, como las escaleras con un número impar de escalones, o los ascensores que suben y bajan sin advertencia, o la sensación de sentir algo crujiente y duro mientras come una comida suave. Pero su mayor miedo era su vecino, el señor Touro: Ese vil engendro del mal que lo atormentaba con cada saludo, cada "¡buen día, vecino!" que nuestro sujeto nunca lograba descifrar. Cada vez que el señor Touro lo miraba a los ojos sin razón alguna, cada oferta de ayuda, cada gesto inocente lo aterraba. No lo podía leer, no lo podía descifrar, y eso es escalofriante: esas sonrisas con intenciones desconocidas y bondad confusa le ponían los pelos de punta. "¿Por qué? ¿por qué me sonríe? ¿por qué sale? ¿acaso sabe que yo JUSTO iba a salir a comprar más uvas? mejor me quedo acá. Mis planes están arruinados, pero no me puedo arriesgar." pensaba nuestro sujeto, sacrificando sus queridísimas uvas para proteger su seguridad, pues cada cosa desconocida posa un peligro para él. El vecino no podía saber su rutina, si el señor Touro se enterara de su rutina entonces todo se iría a la ruina: todos sus esfuerzos en vano, su trono, seguro y confiable, derrumbado a favor de vigilancia y tormento proveniente de las personas con las que comparte ciudad.
¿Siempre ha sido así? pues obviamente, claro, un partidario tan fiel a lo familiar no cambiaría de la noche a la mañana.
Desde que era niño, desde que sus primeras palabras fueron a los 4 años y 5 meses. Desde que se negaba rotundamente a probar una comida que no sea puré de papas con brócoli y pechuga de pollo, todo aliñado con sal y una cantidad miserable de ajo. Siempre se había aferrado a la rutina, desde lo escolar, a su tiempo libre, hasta ratos familiares. Cuando las cosas no le resultaban, sentía que su garganta se cerraba, su cerebro se apagaba, su cabeza retumbaba y no podía hacer nada al respecto, solo podía encerrarse en su propia burbuja y tragarse sus patéticas y miserables lágrimas.
El hombre consideraba que tenía mala suerte, era alguien desafortunado que no encajaba, que lo perseguía la calamidad y él nunca lograba ser más veloz. Ya se había acostumbrado, asociado a lo normal. Había cesado de cuestionar las cosas—o al menos había dejado de prestar atención a las infinitas preguntas dentro de su cabeza— mientras que el resto de personas seguían sus vidas con normalidad. No era justo, nunca lo fue, es una insensatez pensar que en algún momento en la historia eso fue justo. Y, por desgracia, el "¿Por qué el resto es normal? ¿y yo qué? ¿qué hago yo acá? ¿qué tengo que hacer yo? ¿quién soy? ¿cómo me siento? quiero entender, nadie nunca explica. . ." era un pensamiento recurrente. La inmensa y agobiante cantidad de preguntas y las finitas y decepcionantes respuestas que ni aclaraban, ni ayudaban: repletas de condescencia y molestia por parte de las otras personas.
